Cercanías del Parque Nacional Denali. Alaska. Año 2003.
Viajaba con otras siete personas en una furgoneta GMC blanca por la carretera que conecta Anchorage con Fairbanks, desde donde tomaría el avión de vuelta a España en menos de 48 horas. Apuraba mis últimos días en el más septentrional de los Estados Unidos: Alaska, el 49º estado, conocido como la Última Frontera. Había pasado allí todo el verano, trabajando en el Parque Nacional Denali gracias a un visado especial.
En aquellos momentos experimentaba una mezcla de sensaciones. Por un lado, la emoción de volver a casa; por otro, el deseo de que la aventura no terminase nunca. Habían sido tres meses de nuevas experiencias, retos superados, y de disfrutar de la Naturaleza y los paisajes de ese lugar extraordinario.
Nos apiñábamos en la furgoneta un curioso grupo formado por cuatro estadounidenses, un polaco, una tailandesa, una japonesa y yo. Íbamos en ese vehículo por una razón un tanto inexplicable. Habíamos salido de Anchorage unas horas antes, en un autobús de línea normal y corriente. No viajábamos juntos, es decir, no nos conocíamos. Simplemente éramos viajeros que, de manera independiente, queríamos llegar a nuestro destino. Sin embargo, más o menos a mitad de trayecto, había sucedido un imprevisto. Tras detenernos en una gasolinera Tesoro, cerca de la localidad de Healy, el conductor del autobús nos comunicó que este no podía continuar. Al parecer tenía alguna avería, pero no llegué a comprender bien sus explicaciones. Mi listening en aquella época no era demasiado bueno (no me explico cómo logré sobrevivir allí tres meses).
El chófer nos ofreció dos alternativas: esperar varias horas a que llegara otro autobús desde Anchorage o continuar el viaje en una furgoneta que la compañía tenía en ese pueblo. El problema, en este segundo caso, era que él debía quedarse junto al autobús por lo que alguno de los pasajeros tendría que conducir la furgoneta. Inaudito. Después de unos minutos de acaloradas discusiones y protestas se decidió que continuaríamos en la furgoneta. Ya habría tiempo para reclamaciones. A mí me daba igual, la verdad. Solo quería saborear cada momento de aquellos últimos días. Además, con una incidencia así, ya empezaba a sentirme como en casa.
Así, un rato después, partimos hacia Fairbanks, continuando por la George Parks Highway, atravesando bosques boreales y cordilleras nevadas. Teníamos por delante unas tres horas de viaje.
Se turnaron para conducir dos hombres mayores. Por su aspecto y forma de vestir, parecían hombres de las montañas. Leñadores, tal vez. Uno de ellos mascullaba improperios cada poco tiempo. No sé si estaba enfadado por lo sucedido o era su forma de concentrarse en la conducción, la cual, por cierto, realizaba a demasiada velocidad, en mi opinión.
Otra de las viajeras era una afable mujer local de unos sesenta años. Muy dicharachera, me contó algunas cosas de su vida, como, por ejemplo, que su padre se había vuelto a casar a los noventa años. También se extendió un buen rato hablando sobre los beneficios de la cría de cerdos, con la cual se ganaba la vida. Aunque no comprendía ni la mitad de lo que me decía, yo asentía educadamente.
También formaban parte de la variopinta tripulación de la furgoneta tres trabajadores del Parque Nacional Denali, a los que conocía de vista. Uno era guardabosques, un tipo alegre y un poco tarambana al que apodaban "River". Los otros dos eran una pareja joven formada por un polaco y una tailandesa. Se había conocido unas semanas antes y se habían enamorado. En teoría, debían volver también a sus respectivos países en pocos días, así que no sabían qué iban a hacer. Tampoco parecía importarles en ese momento.
Por último, a mi lado se sentaba una turista japonesa, una joven que viajaba sola. Decía que su intención era llegar hasta Barrow, la localidad más septentrional de todo el continente americano, una remota población de unos 4600 habitantes dedicados a la pesca y a la industria del petróleo. En invierno, Barrow se ve sumida durante varias semanas en una oscuridad total, ya que el sol no llega a asomar por el horizonte. Es un lugar donde apenas hay algo que ver o que hacer. Cuando alguien le preguntó a la chica por qué quería viajar hasta allí, ella solo acertó a responder: "Porque es lo que está más al norte. Más allá no hay nada". Por sus expresiones, el resto de viajeros parecía pensar que estaba un poco loca. Creo que yo la comprendía perfectamente.
Nos detuvímos en una cafetería junto a la carretera para hacer un descanso. No era la típica cafetería de carretera de las películas, sino que estaba instalada en la planta baja de una coqueta casa familiar con un pequeño aparcamiento de gravilla delante. Casi todos los demás entraron a tomar algo, pero yo preferí estirar un poco las piernas por los alrededores. Soplaba una ligera brisa muy fría. Todavía era mediados de septiembre y, aun así, ya parecía invierno en esas latitudes.
Desde aquel punto alcanzaba a ver el monte McKinley que, con sus 6.193 metros, es la montaña más alta de Norteamérica. En 2015 recuperaría oficialmente el nombre que le dieron los nativos: Denali ("El Alto"). Nos había acompañado desde el horizonte durante gran parte del trayecto. Se encontraba a decenas de kilómetros pero, por su enorme tamaño, parecía estar mucho más cerca.
Me detuve absorto contemplando la majestuosa montaña nevada, en medio de un bosquecillo de píceas de tonos pardos. Había un gran silencio.
De pronto, durante unos instantes, me invadió una indescriptible sensación de plenitud. Pensé en mi situación: estaba lejos de casa, viajando junto a siete desconocidos, apretujado en una incómoda furgoneta conducida peligrosamente por un tipo gruñón. Podría considerarse una situación, como poco, incómoda. Sin embargo, me di cuenta de que me sentía extrañamente libre, e incluso feliz.
Encontrarme en el otro lado del mundo, la belleza del paisaje, los compañeros de travesía, la ausencia de compromisos y responsabilidades, el recuerdo de las experiencias vividas… Todo resultaba perfecto tal y como era. En ese momento. En ese lugar.
Quizás momentos como ese se vivan solo un puñado de veces en la vida. O, al menos, en pocas ocasiones logramos ser tan conscientes de ellos. Además, como en aquel viaje, pueden ocurrir cuando menos te lo esperas, aunque las circunstancias no parezcan propicias.
Eché mano entonces de mi vieja cámara de fotos de carrete, una muy modesta Canon compacta. Las cámaras digitales estaban llegando y dominarían el mercado durante los años siguientes. Yo ya había comprado una y pronto sería la única que utilizaría. Dirigí el objetivo hacia el horizonte de montañas blancas, con el bosque en primer plano. Encuadré lo mejor que pude, el visor no era muy bueno. Disparé.
En aquel momento aún no lo sabía, pero esa fue la última fotografía que tomé a la vieja usanza.
La última imagen capturada en película.
🗻 Una montaña
Denali es una montaña impresionante. Situada en la cordillera de Alaska, en la zona central del estado, sus 6.193 metros la convierten en la montaña más alta de Norteamérica. También es una de las que alcanza mayor prominencia y mayor desnivel en todo el mundo. La distancia entre su base y su cima es de unos 5.500 metros. En comparación, el desnivel del Everest es de “solo” entre 3.650 y 4.650 metros.
Desde 1917 era conocida como Monte McKinley, en homenaje al 25º presidente de Estados Unidos, pero su denominación oficial se modificó en 2015, durante el mandato de Obama. Denali es el nombre que recibe en las lenguas atabascanas de las poblaciones nativas de la región y significa “El Alto” o “El Grande”. Es también como se llama el Parque Nacional en el que se encuentra.
👉 La recuperación del nombre original signifcó un gran reconocimiento y respeto por las culturas nativas de Alaska. Lamentablemente, Donald Trump va a revertir esa decisión para que la montaña vuelva a llamarse McKinley.
No siempre se puede ver con facilidad. En primer lugar, a causa de la meteorología propia de su ubicación, cercana al circulo polar ártico. Pero además, debido a su altitud y a sus grandes masas de hielo, se genera alrededor de la montaña una especie de microclima, el cuál provoca que a menudo esté envuelta entre la niebla o las nubes, incluso en días despejados.
👉 Se calcula que la probabilidad de observarla por completo, en un día cualquiera, es del 25%, más o menos. Así, muchos turistas que han viajado miles de kilómetros hasta el Parque Nacional Denali se quedan sin verla, o lo hacen solo parcialmente, por las condiciones meteorológicas.
Afortunadamente, yo pude contemplar el Monte Denali libre de nubes en varias ocasiones. Una de ellas fue durante un inolvidable atardecer en el que los últimos rayos de sol del día iluminaban las laderas nevadas de la montaña, tiñéndolas de un precioso color violeta.
💭 Una cita
“Persigo la felicidad. Y la montaña responde a mi búsqueda”.
CHANTAL MAUDIT
Otra anécdota que me sucedió en Alaska y que te puede interesar 👇
Un encuentro en un lago de Alaska
El lago tenía forma de herradura. Se había formado hacía miles o millones de años, cuando la corriente del río Nenana cambió su trayecto y uno de los meandros quedó separado del curso principal. Ahora las aguas ya no fluían, el bosque de píceas se reflejaba en ellas y su calma tan sólo se veía interrumpida a cierta distancia por algún castor afanado en …
Gracias por leer. ¡Hasta la próxima! 👋
Íñigo.
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