El lago tenía forma de herradura. Se había formado hacía miles o millones de años, cuando la corriente del río Nenana cambió su trayecto y uno de los meandros quedó separado del curso principal. Ahora las aguas ya no fluían; el bosque de píceas se reflejaba en ellas y su calma tan sólo se veía interrumpida a cierta distancia por algún castor afanado en sus trabajos.
La quietud y el silencio imperaban en el lugar, a pesar de que no se podría decir que estuviera apartado o en mitad de ninguna parte, considerando que la carretera y el centro de visitantes, atiborrados de caravanas y ruidosos turistas, se encontraban a menos de un kilómetro en línea recta. Sentado en un banco de madera junto a la orilla, agradecí la tranquilidad y que nadie más hubiera decidido acercarse al lago.
Aunque disfrutaba de esa soledad y de la belleza del paisaje, desde hacía unas horas me veía invadido por una incómoda sensación de desasosiego. Había llegado a Alaska, el estado más septentrional de Estados Unidos, la última frontera, tan solo unos días antes para trabajar, aprender inglés y, sobre todo, vivir una aventura. Sin embargo, aquellas primeras jornadas no estaban siendo nada fáciles.
Para empezar, estaba el problema del idioma, con el cual me manejaba mucho peor de lo que había pensado, y al que habría que añadir mis escasas habilidades sociales. Además de eso, el trabajo también era más duro de lo que imaginaba —dichosas expectativas— y me preguntaba cómo iba a poder soportarlo todo el verano. Un país y un idioma diferentes, gente desconocida, comenzar un trabajo nuevo... Eran muchos cambios en poco tiempo (el “choque cultural”, lo llaman) y aunque me encontraba en medio de una naturaleza maravillosa, en mi mente empezaban a surgir las dudas. Quizás me había equivocado y no pintaba nada allí.
Un ruido a mi izquierda me sacó del ensimismamiento. Pensé que sería algún senderista que se acercaba, que probablemente me vería obligado a mantener una conversación, que era algo que no me apetecía nada en ese momento, que vaya fastidio... Todo eso pasó por mi cabeza en apenas un segundo.
Pero no era ningún senderista. Miré hacia el lugar de donde procedía el sonido y, a unos diez metros, vi salir de entre los arbustos a un pequeño zorro. Su pelaje era precioso, de un color tan rojizo que parecía irreal, como extraído de una ilustración de un cuento para niños. El animal avanzó unos pasos más hasta aproximarse al borde del agua. Entonces se detuvo y giró la cabeza hacia donde yo me encontraba.
Y durante unos instantes nuestras miradas se cruzaron. Traté de no mover ni un músculo. Contuve la respiración. Si bien no se trataba de un gran alce ni, afortunadamente, de un oso grizzly, yo siempre había vivido en una ciudad y nunca había visto un animal como ese en su hábitat natural, apareciendo de una manera tan inesperada y espontánea. O, al menos, no uno tan hermoso.
En aquel lugar, en aquel momento, solo existíamos él y yo, observándonos con curiosidad el uno al otro. Dos solitarios que se habían encontrado en el camino y se saludaban en silencio. Permanecimos así hasta que, al cabo de un rato, el zorro perdió su interés por mí y se alejó chapoteando a lo largo de la orilla. Volvió a adentrarse en el bosque y lo perdí de vista.
Igual estoy exagerando, puesto que han pasado bastantes años. Puede que mi memoria idealice aquella vivencia y es probable que solo durara un par de segundos. Tal vez no era de un color rojo tan intenso como creo recordar. Sin embargo, lo que sí tengo claro, es que el zorro, sin pretenderlo, logró que me sintiera mejor. Fascinado por la visión del animal fui consciente de dónde me encontraba, de que aquella era una ocasión única y de lo que me iba a perder si continuaba quejándome y en modo negativo. Tenía que cambiar de mentalidad. Decidido a afrontar las cosas con una actitud diferente me levanté y tomé el sendero de vuelta a mi alojamiento.
Y así, aunque durante ese verano hubo días buenos y no tan buenos —lo normal en la vida—, logré en gran medida el propósito con el que había emprendido el viaje: disfrutar de uno de los entornos naturales más valiosos que quedan en el planeta, conocer a gente nueva, vivir experiencias y pequeñas aventuras de las que se recuerdan para siempre.
A día de hoy, aún sigo agradecido a aquel pequeño zorro rojo cuyo camino se encontró con el mío, junto a un precioso lago en forma de herradura.
Gracias por leer. ¡Hasta la próxima! 👋
Íñigo.