Camino del Salvador. Etapa 2. La Robla - Poladura de la Tercia
La segunda jornada en el Camino del Salvador recorre paisajes únicos e inolvidables en el norte de la provincia de León.
Amanece en La Robla (León). La noche ha transcurrido tranquila y he dormido bien; lo mejor que puede suceder antes de comenzar un nuevo día en el Camino del Salvador.
Mientras recojo mis bártulos, la peregrina lituana, más madrugadora, es la primera en partir. Se despide alegre y se marcha, a sus 70 años, con paso enérgico, para continuar adelante por el Camino Olvidado.
Mi intención inicial es salir a buscar un sitio donde desayunar y a comprar provisiones, pero Jacoba, la peregrina italiana, me aconseja, acertadamente, no volver hacia el centro del pueblo porque es probable que esté aún todo cerrado. Sugiere hacer las compras en La Pola de Gordón, a 9 km de distancia, ya que también cuenta con bares y supermercados. Así no añado, sin necesidad, más caminata a la jornada. Decido seguir su recomendación y me pongo en marcha. Ella aún se queda, no tiene prisa. Nos despedimos con el tradicional: "¡Buen Camino!”
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De La Robla a La Pola de Gordón
Son las 08:30 h del 4 de octubre de 2024. Comienzo a caminar con las primeras luces del día y la siempre placentera tranquilidad de la mañana, esa que se disfruta antes de que el mundo termine de despertarse. La etapa de hoy tiene como destino Poladura de la Tercia y una longitud de 23 km. Hace algo de fresco ahora y echo en de menos los guantes que no he traído, pero la previsión del día es que se quedará una temperatura agradable.
La Robla es un cruce de caminos. Una de las derivaciones de la Vía de la Plata coincide aquí, en dirección a Gijón, con el Camino del Salvador. También es lugar de paso del mencionado Camino Olvidado, otra de las rutas jacobeas más antiguas, que parte desde Bilbao y se une al Camino Francés en Villafranca del Bierzo. Miles y miles de peregrinos deben de haberse encontrado aquí a lo largo de los siglos.
Me marcho, sin embargo, sin ver gran cosa de la localidad. Ayer apenas tuve tiempo y hoy la abandono en cuestión de minutos. Aunque al menos sí puedo admirar un acueducto del siglo XVIII, situado a las afueras, bajo el cual pasa el Camino. La construcción, restaurada en 2002, salva el río Bernesga y las vías del tren.
El ferrocarril, tanto el convencional como el de alta velocidad, es una presencia constante que acompaña al peregrino en este tramo de casi dos horas hasta La Pola de Gordón. Primero, cruzo sobre las vías de la antigua línea entre Asturias y León; luego paso bajo las del AVE; y más tarde, vuelvo a caminar junto a las primeras, mientras dejo atrás Puente del Alba y Peredilla.
Al cabo de un rato llego al Santuario del Buen Suceso, donde hay una zona con mesas, buen lugar para hacer un primer alto. En este Camino, estoy poniendo en práctica el método de parar para descansar unos 5 o 10 minutos por cada hora de marcha. Noto que haciendo pausas frecuentes y breves en lugar de largas y esporádicas, termino las etapas con las piernas menos fatigadas.
El Santuario del Buen Suceso es un templo del siglo XVIII, declarado Monumento-Histórico nacional. La luz inclinada de esta hora realza la espadaña. Me resulta curioso que, para subir al campanario, haya una escalera metálica.
A continuación, más ferrocarril. Cruzo un paso a nivel y, tras superar Nocedo de Gordón, la pista discurre bajo un enorme viaducto que horada el valle. Sobre él circula el tren AVE, pasando de largo a toda velocidad y, como en tantos otros lugares, transformando el paisaje sin dejar nada a cambio.
Recorro un tramo agradable junto al río Bernesga y, al cabo de media hora, entro en La Pola de Gordón. Me meto en el primer bar que encuentro para tomar un desayuno. Ya me venía haciendo falta un café, bendito brebaje.
La Pola de Gordón cuenta con algo más de 2800 habitantes. Durante los próximos 40 km, será la última localidad que atravesaré que dispone de servicios como supermercados, farmacias o cajeros automáticos. Hasta Campomanes, en Asturias, adonde espero llegar en dos días, es probable que no haya otra oportunidad de comprar comida u otras cosas que pueda necesitar, por lo que este es el momento para hacerlo.
Percibo bastante ambiente para tratarse de un pueblo no muy grande. La gente va de aquí para allá, llevando a cabo sus rutinas habituales o abarrotando los bares. Nadie me presta demasiada atención; soy solo un caminante más. Eso me gusta.
Realizo la compra para los próximos días en un supermercado. Como la mochila es un poco pequeña y no cabe todo dentro, durante el resto de la etapa llevaré parte de las provisiones por fuera, colgadas en una bolsa de tela. Por suerte, no me incomoda demasiado, pero menuda organización la mía… Aprenderé la lección y utilizaré una mochila más apropiada en futuras ocasiones, aunque, de momento, toca adaptarse.
De La Pola de Gordón a Buiza
Salgo de La Pola de Gordón por una pista de tierra que pronto desemboca en una carretera, tras atravesar un pequeño polígono industrial. En minutos, llego a Beberino donde encuentro una buena fuente para recargar la cantimplora. Un cartel informa de que esta es zona de trashumancia y trasterminancia, término este último que nunca había escuchado. La trasterminancia es una variante a pequeña escala de la trashumancia, en la que los recorridos son más cortos. En el Camino también se aprende; lo tiene todo.
En la carretera apenas hay arcén. Moverse por este tipo de vías no es una de las mejores experiencias que deja la ruta. Aunque no circula mucho tráfico, extremo la precaución, y más aún cuando observo un ramo de flores en la cuneta, en recuerdo de algún fallecido en accidente, posiblemente un motorista. Acelero el paso para terminar este tramo cuanto antes. Al menos, el paisaje es atractivo pues la carretera va junto al río Casares y atraviesa una bonita garganta de rocas.
Después de 1 km, se toma otra carretera más estrecha que sube hasta Buiza, junto al Arroyo de Folledo. Es revirada pero apenas pasan coches, así que camino más relajado, disfrutando de la tranquilidad y de la belleza del entorno.
Poco antes de llegar a Buiza, de repente, veo la silueta de un lobo en lo alto de un peñasco. Por un segundo, me parece un lobo real hasta que recuerdo que se trata de una escultura de metal sobre la que ya había leído. Conmemora la presencia histórica y cultural del lobo en la región y está tan bien diseñada que produce un efecto sorprendente.
Minutos después, llego a Buiza. “Altitud 1130 m” reza un cartel en la entrada del pueblo. Menudos inviernos deben de haber pasado aquí, sobre todo en otras épocas. Es un pueblo muy pequeño, pero cuenta con un puñado de bonitas fuentes.
Buiza marca un antes y un después en el Camino del Salvador. Desde aquí hasta Campomanes, la ruta me llevará en su mayor parte por senderos y pistas, en ocasiones muy exigentes físicamente, atravesando un entorno solitario y de gran belleza.
De Buiza a Poladura de la Tercia
Al abandonar el pueblo, se comienza a ascender. La subida es dura, pero va ofreciendo vistas idílicas de montañas y ganado pastando que hacen que se te olvide el esfuerzo.
Como en todo su trazado, el Camino está bien señalizado. Observo que en algunas de las flechas amarillas alguien ha escrito mensajes inspiradores. En una de ellas, clavada en un árbol, simplemente pone “Alexander Supertramp”. Es el nombre falso que usaba Chris McCandless, el joven que inspiró la película “Hacia rutas salvajes”. Me emociona encontrarme con este detalle, por mi identificación con McCandless y muchos de sus ideales. No obstante, algo me dice que a él quizás no le hubiera gustado el Camino; teniendo en cuenta sus ansias de libertad, probablemente lo habría considerado demasiado dirigido y organizado.
La ruta continúa ascendiendo y poniéndose cada vez más impresionante. A un lado de la senda, los líquenes adornan los troncos de los árboles de un precioso color verde brillante. Se pueden ver algunos lirios de otoño aquí y allá. Más adelante, la vegetación alta va desapareciendo poco a poco, dando paso a unas formaciones rocosas espectaculares que dominan el paisaje.
Es un paraje silencioso donde, salvo el sendero, no se percibe ningún rastro de presencia humana. Me encanta este sitio. Aunque no se trata de un lugar extremadamente remoto o aislado, por alguna razón me ha tocado de manera especial.
Alcanzo el alto de las Forcadas de San Antón, donde me siento unos minutos para descansar de la subida. Disfruto del paisaje, el sol, la brisa y la tranquilidad.
En lugares como este, es fácil que a uno se ponga a reflexionar. Pienso en cómo todas las experiencias de mi vida —tanto las decisiones que he tomado como los acontecimientos que escapaban a mi control— se han entrelazado a lo largo de los años para traerme aquí, en este preciso momento, a este sitio maravilloso. No me voy a quejar.
Comienzo luego un descenso por una pista que atraviesa un bosque de pinos y abetos. Las agujas caídas de los árboles cubren el camino, haciéndolo más cómodo, casi mullido. Es una gozada andar por aquí.
Al final de la bajada, se sale de la zona de bosque y pronto hay que desviarse de la pista por un precioso senderito estrecho que avanza por la ladera conocida como el Barrancón. El paisaje continúa quitando el aliento. Se trata de un tramo bastante aéreo y hay que moverse con precaución en algunos puntos, pero es muy divertido. Esto es puro senderismo. ¡Cuánto se aleja de la imagen tópica del Camino de Santiago!
En algunos tramos de hierba, el Camino está señalizado con unas peculiares “piruletas” metálicas, ya que no hay piedras ni árboles donde pintar las marcas. Tras superar un pequeño collado, las vistas se abren a un extenso valle, donde se puede ver, en la distancia, la población de Rodiezno.
Mientras desciendo por la ladera me sobresalto al escuchar de repente unas voces detrás de mí. Son dos chicas y un chico de unos treinta años que hablan en alemán y me están alcanzando. Nos saludamos y les dejo pasar. Son los primeros peregrinos con los que me encuentro en plena ruta desde que salí de León, y las primeras personas que veo en horas.
Apenas unos minutos después, me topo con un gorro de lana en medio del sendero. Supongo que se les habrá caído a ellos, así que lo recojo para devolvérselo más tarde; lo más probable es que coincidamos en el albergue de Poladura de la Tercia.
El sendero termina y da paso a una ancha pista de tierra. Estoy en un valle amplio, vacío, poco arbolado, rodeado de montañas. Hay ganado pastando en los prados. Esta zona forma parte de la Reserva de la Biosfera del Alto Bernesga, declarada en 2005. El cielo se está nublando y el viento ha empezado a soplar. Ahora sí, tengo la sensación de encontrarme realmente en un lugar remoto.
La ruta atraviesa la pequeña población de San Martín, ya muy cerca de Poladura. Justo después de un desvío, en la entrada de un sendero, veo a unos veinte metros a dos enormes mastines que se acercan. Me pongo en guardia pues siempre es una situación tensa. Por suerte, no ladran ni parecen enfadados. Uno de ellos cruza el sendero por delante de mí y el otro se queda plantado, observándome mientras sigo andando. Los pierdo de vista sin mayor incidencia. (Más tarde he leído en redes sociales que, al parecer, alguna vez sí se han mostrado agresivos con otros peregrinos. Tengan esto en cuenta los futuros caminantes).
Pocos minutos después aparece, casi de la nada, Poladura de la Tercia. Es un pueblecito muy pequeño, unos 50 habitantes, situado a 1.250 metros de altitud. Son las 17:45 horas.
En el albergue de Poladura de la Tercia
Encuentro enseguida el albergue público que, como muchos otros en el Camino, antiguamente era la escuela del pueblo. Lo indica una de las puertas de la entrada, aunque, para ser precisos, lo que pone es: “E CUELA”. Deben de haber pasado décadas desde la última vez que se impartieron clases aquí. Me hace el registro un hombre mayor, no muy hablador.
El albergue es más caro que la mayoría, pero a pesar de eso, es bastante austero y se nota algo descuidado. En la planta baja, sobre un viejo futbolín, hay una docena de colchones apilados con aspecto de tener muchos, muchos años. El dormitorio, en la primera planta, es muy pequeño y solo caben una docena de camas muy juntas. El baño parece sucio y su puerta da directamente al dormitorio. No hay privacidad ni demasiada limpieza, así que creo que voy a saltarme la ducha de hoy.
Por aquí andan los chicos alemanes y también un par de peregrinos brasileños: uno de unos 50 años y otro algo más joven. Le comento a una de las chicas alemanas que he encontrado un gorro en el sendero, y me dice que lo han visto antes pero que no es suyo. Al final resulta que se le ha caído a uno de los brasileños, quien me agradece sonriente haberlo recogido. Muy mal detalle por parte de los alemanes no haberlo hecho, sabiendo que probablemente pertenecía a algún peregrino.
Un rato después, salgo a dar un breve paseo por los alrededores del albergue. Me siento a descansar en un banco de piedra bajo un árbol centenario. El sonido relajante del agua de una fuente antigua llena el ambiente. Al poco, un par de pastores pasan conduciendo un rebaño de ovejas por el centro del pueblo, justo frente al albergue. Me siento trasladado a otra época. Aunque sin duda la vida aquí no debe ser nada fácil, es inevitable romantizar un poco este lugar.
Hora de la cena. En la aldea hay únicamente un restaurante, pero era necesario reservar con antelación, algo que no me gusta hacer, así que me quedo en el albergue. En su vetusta cocina, rodeado de cacharros oxidados, preparo y degusto una auténtica delicatessen: paella precocinada al microondas.
Los alemanes apagan la luz del dormitorio a las 21:00 en punto, sin consultar a nadie antes. Después, la noche es movida. Uno de los brasileños ronca como una hormigonera. Yo aguanto como puedo, gracias a mis salvadores tapones de silicona para los oídos, pero el chico alemán parece que no lo lleva tan bien. En mitad de la madrugada se levanta y se pone a zarandear la litera del brasileño. A mí, medio dormido, me llegan las vibraciones porque estoy justo al lado, o no sé si es que zarandea la mía también. Creo que se produce un intercambio de palabras entre ellos pero, por suerte, la situación no va a mayores. Yo sólo quiero que me dejen dormir, por favor.
Sobre la “fauna” que se encuentra en los albergues se podría escribir un artículo entero, pero con esto es más que suficiente por hoy.
Mañana será otro día para el recuerdo en el Camino del Salvador.
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Íñigo.
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Me ha encantado. Lo empecé a leer bajando al perro y me he sentado tranquilamente en el banco frente a casa para terminarlo con tranquilidad. Tus imágenes y descripción hace muy fácil transportarnos alli y la verdad genera una envidia sanisima, menos claro, el no poder dormir en condiciones 😅 Un abrazo!
Que hermoso es leerte. Se siente como caminar por esos senderos, disfrutar de naturaleza y ser libre. Un saludo y buen camino!