El cielo había empezado a clarear desde hacía ya un rato pero no por esperado dejó de ser sorprendente. Primero fue un puntito brillante en el horizonte, después una especie de lámina que fue creciendo hasta formar un círculo completo. El Sol apareció e iluminó la vastedad del desierto.
Viajábamos hacía Abu Simbel, en Egipto, cerca ya de la frontera con Sudán, circulando rumbo sur por una carretera no muy concurrida; tan sólo nuestra pequeña caravana de autobuses llenos de turistas. No quedaba mucho para llegar a los impresionantes templos que Ramsés II construyera junto al Nilo, en aquel extremo del imperio, para su propia gloria y la de la reina Nefertari.
Habíamos salido de madrugada y durante varias horas nos movimos envueltos en una oscuridad casi absoluta, como si atravesáramos un túnel larguísimo. Por fin, cuando aparecieron las primeras luces, pudimos contemplar plenamente el desierto. Una extensión, que parecía infinita, de kilómetros de arena y de unas curiosas formaciones rocosas en las que imaginábamos ver milenarias pirámides desmoronadas.
Yo trataba de disfrutar y de no perder detalle del paisaje, a pesar de que comenzaba a sentir un ligero dolor de cabeza, producto seguramente del cansancio acumulado tras varios días de viaje y de las pocas horas de sueño, provocadas a su vez por los insistentes ronquidos de mi compañero de habitación.
Y entonces amaneció. El Sol ascendió del horizonte, a nuestra izquierda, un círculo perfecto de luz que, en esos primeros instantes y gracias a la bruma, podíamos observar sin peligro para la vista. Por su posición, parecía inmenso e imponente.
En ese momento comprendimos por qué nuestra estrella fue reverenciada por los egipcios, y por otras muchas culturas, como un dios. Aparecía de pronto de la nada, para acabar con el frío, con las sombras y los temores que infundía la noche. No permitía que se le dirigiera directamente la mirada, pero a cambio él daba vida a la tierra.
En aquel viaje pudimos visitar muchas de las maravillas del Antiguo Egipto: las gigantescas columnas del templo de Karnak, el interior de las pirámides en Giza y Dashur, los tesoros de Tutankamón. Pero ni la más espectacular de las obras construidas por el hombre puede alcanzar lo que la Naturaleza consigue sin ningún esfuerzo, de manera sencilla y armoniosa. Como ese amanecer en el desierto que todos desde el autobús observábamos guardando un reverencial silencio y que, por un rato, logró que me olvidara de mi dolor de cabeza.